Llamen a Jeeves by Pelham G. Wodehouse

Llamen a Jeeves by Pelham G. Wodehouse

autor:Pelham G. Wodehouse [Wodehouse, Pelham G.]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Humor
publicado: 2009-11-28T00:43:21+00:00


sensación de náusea. Y lo que causaba esta náusea era el hecho de que, por encontrarse todavía relativamente cerca del banco rústico, podía oír lo que estaba diciendo Bill. Y Bill, después de sentarse junto a la señora Spottsworth, había empezado a arrullar. Demasiado poco es lo que se ha dicho en esta crónica acerca de las habilidades del noveno conde Rowcester en este sentido. Cuando le oímos prometer a su hermana Mónica que se pondría en contacto con la señora Spottsworth y que la arrullaría como una tórtola, probablemente formamos en nuestras mentes la imagen de una de aquellas tórtolas más bien corrientes cuyo arrullo, aunque adecuado, en realidad no vale gran cosa. Mejor hubiéramos hecho imaginando algo más bien semejante a una tórtola de calidad estelar, a la que pudiéramos denominar la Tórtola Suprema. Joven limitado en varios aspectos, cuando se hallaba en forma, mediada la temporada, Bill Rowcester podía alcanzar grandes alturas en lo referente al arrullo y dejar a su audiencia, por poco impresionable que fuera ésta, literalmente boquiabierta.

Estas alturas las tocaba ahora, puesto que el pensamiento de que esa mujer tuviera el poder de quitarle de las manos aquella carga inútil y onerosa, estabilizando con ello su posición y permitiéndole liquidar honorablemente las obligaciones del Honrado Patch Perkins, le prestaba una elocuencia que no había conseguido desde las fiestas de mayo en Cambridge. Las palabras dulces brotaron de sus labios como si fueran un sirope. Al capitán Biggar no le agradaban los siropes y tampoco le gustaba pensar que la mujer a la que él amaba se viera sometida a tanta zalamería. Por unos momentos acarició la idea de plantarse allí y romper la columna vertebral de Bill por tres lugares, pero una vez más sus aspiraciones se vieron bloqueadas por el código. Había comido la carne de Bill y bebido los vinos de Bill —ambas cosas excelentes, en especial el pato asado— y eso hacía que aquel fulano se pudiera considerar inmune a todo ataque. Pues cuando un fulano ha aceptado la hospitalidad de otro fulano, un fulano no puede romperle el espinazo a ese fulano, por más que el fulano lo tenga merecido. El código es rígido en este punto. Goza de la libertad, sin embargo, de clasificar mentalmente al fulano en cuestión como un vil cazador de fortunas, hijo de lo que ustedes quieran, y así clasificó el capitán Biggar a Bill mientras se encaminaba de nuevo hacia la casa. Y así fue, sustancialmente, como lo describió ante Jill cuando, al atravesar la puerta-ventana, encontró a la joven cruzando la sala de estar, camino de ir a depositar sus cosas en su dormitorio. —¡Cielos! —exclamó Jill, intrigada por su aspecto—. Parece usted muy disgustado, capitán Biggar. ¿Qué ocurre? ¿Acaso le ha mordido un cocodrilo? Antes de proceder a una explicación, el capitán quiso aclarar este punto. —No hay cocodrilos en Inglaterra —dijo—. Excepto, claro está, en los zoos. No, lo que ocurre es que algo me ha revuelto el interior hasta lo más profundo de las entrañas.



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